martes, 23 de septiembre de 2014

LA HISTORIA DE UN TAXISTA Y UNA ANCIANA

Escrito por un taxista de la ciudad de Nueva York.

“Arribé a la dirección y toqué la bocina. Luego de esperar algunos minutos, toqué la bocina de nuevo. Este iba a ser mi último trabajo de mi jornada, pensé en irme, pero en vez de eso aparqué el auto y caminé hasta la puerta y la toqué…”Un minuto,” contestó una voz frágil y anciana. Pude escuchar algo siendo arrastrado por el piso.

Luego de una larga pausa, la puerta se abrió. Una mujer de baja estatura de alrededor de 90 años estaba frente mío. Vestía como alguien salido de una película de 1940.”

A su lado había una pequeña valija de vieja. El apartamento parecía como si nadie hubiera vivido en el por muchos años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas.

No había relojes en las paredes o utensilios que pudiera ver. En la esquina había una caja de cartón con fotografías y vasos de vidrio.

“¿Podrías llevar mi valija al auto?” dijo ella. Tomé la valija al taxi y me devolví a ayudar a la mujer.

Tomó mi brazo y caminamos lentamente a la acera.

Seguía agradeciéndome por mi amabilidad. “No es nada,” le dije…”Solamente trato a mis pasajeros como me gustaría que trataran a mi madre.”

“Eres un buen muchacho,” me dijo. Cuando estábamos dentro del taxi, me dio una dirección y luego preguntó “¿Podrías ir por la ciudad?”

“No es la ruta más cercana,” contesté rápidamente.

“Oh, no me molesta,” dijo. “No estoy en apuros. Voy de camino a un hospicio.”

Miré por el retrovisor. Sus ojos estaban vidriosos. “No tengo más familia,” continuó con una voz tenue…”El doctor dice que no tengo mucho tiempo”. En ese momento apagué el medidor.

“¿Qué ruta quiere que tome?” Pregunté.

Por las siguientes dos horas, manejamos por la ciudad. Me enseñó el edificio donde alguna vez había trabajado como operaria del elevador.

Manejamos a través el barrio donde ella y su esposo habían vivido de recién casado. Me hizo aparcar en frente de una bodega donde alguna vez hubo un salón de baile que ella había asistido de joven.

Por veces me pedía que desacelerara al pasar por algún edificio y la veía mirar a la oscuridad, sin decir nada.

A la primera señal del alba, me dijo “estoy cansada, nos podemos ir.”

Manejamos en silencio a la dirección que me había dado. Era un edificio bajo, como un pequeño hospicio.

Dos enfermeros salieron tan pronto arribamos. Estaban atentos, mirando a la anciana. Probablemente la estaban esperando.

Abrí el maletero y llevé la pequeña valija a la puerta. La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas.

“¿Cuánto te debo?” Preguntó, abriendo su cartera.

“Nada,” contesté.

“Tienes que hacer dinero,” me dijo.

“Hay otros pasajeros,” respondí.

Casi sin pensar, me agaché y le dí un abrazo. Me sostuvo fuertemente.

“Le diste a una anciana un pequeño momento de alegría,” dijo. “Gracias.”

Apreté su mano y luego me fui. Detrás mío una puerta se cerró. Era el sonido del cerrar de una vida…

No recogí a más pasajeros ese turno. Manejé sin rumbo perdido en mis pensamientos. Por el resto de ese día, casi no pude hablar. ¿Qué tal si esa mujer le hubiera tocado un taxista enojado, o uno que estuviera impaciente para acabar su turno? ¿Qué tal si me hubiera negado a llevarla, o hubiese sonado la bocina una vez y luego irme?

Al pensarlo, no creo que he hecho algo más importante en mi vida.

Estamos condicionados a pensar que nuestras vidas giran alrededor de grandes momentos.

Pero los grandes momentos muchas veces nos toman por sorpresa bellamente envueltos en lo que otros pueden considerar como uno pequeño.

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